26 de enero de 2012

El Caimancito: Una casa presidencial estatal



El Instituto Sudcaliforniano de Cultura se encuentra editando el libro ‘La casa presidencial del Caimancito’. La instrucción para realizar esta obra de carácter histórico provino del gobernador del estado, Marcos Covarrubias, como una idea original para celebrar la remodelación del equivalente sudcaliforniano de la casa presidencia federal de Los Pinos.

El Caimancito, como es bien conocido, fue construido con dinero de la federación durante la presidencia de Miguel Alemán (1946-1952), que coincidió con el periodo de Agustín Olachea como jefe político del Territorio Sur de la Baja California (1946-1956). Miguel Alemán, el constructor de Acapulco, se había hecho de grandes extensiones de tierra en las cercanías de La Paz, así como Agustín Olachea en El Mogote, previendo sin duda que llegaría un día en que la bahía sudcaliforniana alcanzaría el destino de la bahía guerrerense.

¿Cuál es el papel que tuvo la casa presidencial del Caimancito en la vigorosa vida cultural que tuvo la ciudad de La Paz en la década de 1950? Baste decir que en ese lugar en 1958 se escenificó teatralmente por vez primera el desembarco de Hernán Cortés, dando por formalmente inaugurada la celebración de las Fiestas de Fundación de La Paz que el gobierno del estado y el ayuntamiento de La Paz están obligados por tradición a organizar cada 3 de mayo.

La casa presidencial fue entregada como un obsequio material y simbólico de la federación al nuevo Estado Libre y Soberano de Baja California Sur, nacido en 1974. La transición de una casa de descanso del presidente de la república a residencia protocolaria del gobernador del estado sudcaliforniano fue un homenaje federal a la soberanía y el orgullo estatales. Así como el presidente tiene la casa presidencia de Los Pinos en Chapultepec, así el gobernador de Baja California Sur debía tener El Caimancito.

Para lo que queremos reflexionar aquí debe recordarse que la casa presidencial de Los Pinos fue establecida por el presidente socialista Lázaro Cárdenas, para evadir el aura monárquica que tenía el Castillo de Chapultepec debido a su uso como residencia y despacho por Maxiliano de Habsburgo, Porfirio Díaz y Álvaro Obregón. También por los inconvenientes prácticos de vivir en Palacio Nacional, como lo habían hecho Benito Juárez o Francisco I. Madero. Los Pinos fue, en este sentido, como muchas de las acciones del cardenismo: un acto concreto para marcar distancia con el pasado autoritario y al mismo tiempo para facilitar la tarea de gobierno.

Un propósito o justificación similar, o al menos una parte de ella, debió ser el motivo por el cual el quinto gobernador sudcaliforniano, Leonel Cota, determinó la conversión de El Caimancito en un espacio público ajeno al protocolo gubernamental. Junto con la venta del avión del gobernador y la transformación del edificio usado en comodato por el Partido Revolucionario Institucional en Albergue de Asistencia Social (administrado por el DIF estatal) para los usuarios foráneos del Hospital Salvatierra, la acción del quinto gobernador planteaba un mensaje sobre la dirección de su política y su alejamiento del cuarto gobernador, Guillermo Mercado.  La casa de El Caimancito primero se remodeló para que funcionara como un acuario y después como centro de convenciones. Ambos proyectos fracasaron y el lugar quedó semiabandonado. Luego, durante el periodo de Narciso Agúndez vio perder medio kilómetro de playa y arrecifes, por la privatización del terreno destinado a crecimiento futuro.

La remodelación que ha iniciado este año, además de las simbólicas, tiene justificaciones económicas: los integrantes del gobierno del estado, el congreso y el tribunal superior de justicia requieren de un recinto para recibir de manera protocolaria a sus pares de la federación, de otros estados y de otros países. El gasto de dinero público por la renta o acondicionamiento de locales, hoteles, restaurantes, salones o centros de convenciones se verá así disminuido, al menos en la capital del estado.

En cierta forma, es un nuevo inicio de la historia de esa casa. Estamos seguros que la investigación organizada por la directora del Archivo Histórico del estado, maestra Elizabeth Acosta, y la redacción encargada al escritor Christopher Amador —en su calidad de coordinador de la Red Estatal de Bibliotecas y reconocido autor de un gran número de composiciones literarias— generará investigaciones e interpretaciones subsiguientes sobre sus cualidades prácticas y sus usos simbólicos.

Las casas de gobierno no son meros edificios de habitación y oficina del ejecutivo o jefe político en turno. Su arquitectura y ubicación dan un mensaje claro sobre el uso del poder público: la “casa del rey”, único edificio administrativo remanente de la época colonial en La Paz, construida en piedra, fue destruida por el ejército estadunidense antes de abandonar la península luego de la invasión de 1846-1848. En 1881 la primera casa de gobierno del jefe político local fue construida adyacente a la plaza principal, hoy Jardín Velasco, de frente a la catedral. Su destrucción en la década de 1960, bajo criterios de ruina estructural, fue vista como una afrenta por los sudcalifornianos. Fue decidida por un jefe político que por sus acciones prepotentes hizo renacer el Frente de Unificación Sudcaliforniana, un comité ciudadano que se creó con gran prestigio durante el gobierno de Francisco J. Múgica (1941-1946). La agrupación de los años 1960 fue continuada por el movimiento Loreto 70 que, al igual que la anterior pero con otros protagonistas, enarbolaba la demanda de “gobernador nativo o con arraigo”. ¿A qué se debió que una de las primeras acciones del primer gobernador de Baja California Sur, Ángel César Mendoza Arámburo fuera reconstruir la casa de gobierno y abrirla como espacio público para uso cultural en 1981? ¿Acaso no fue por un clamor popular? (Hay preguntarse también por qué todos los gobiernos dejaron inconclusa la construcción: nunca cerraron la cuadra e incluso hoy una asociación de comerciantes la usufructúa como estacionamiento y proyecta una plaza comercial privada.)

No sólo tienen significado la estructura física o la ubicación geográfica del edificio público donde despacha o reside el gobernador o jefe político: también la manera como se le denomina. Por ejemplo, lo que conocemos hoy como el Centro Cultural La Paz, fue hasta 2005 Palacio Municipal. Pero cuando se construyó e inauguró en 1910 se le llamaba oficialmente Casa de la Ciudad, y desde ella despachaba el presidente municipal de La Paz. ¿Cuál es la diferencia entre una Casa de Gobierno y un Palacio de Gobierno? ¿O entre una Casa de la Ciudad y un Palacio Municipal? La respuesta es ideológica: la denominación de “palacios” para los recintos administrativos o de protocolo de los jefes políticos es una reminiscencia colonial y monárquica que los gobernantes locales sudcalifornianos evitaron entre 1881 y 1914. El uso de la denominación “casas” —aunque los edificios no tuvieran el uso habitacional de la autoridad política sino el meramente administrativo— elimina el carácter aristocrático y establece uno republicano. En las repúblicas, como se sabe, todos los ciudadanos son iguales ante la ley y se gobiernan con un presidente, una palabra que significa: ‘el que se sienta primero’.

¿Pero quién vive o despacha en un palacio?

Esta es una reminiscencia virreinal que también permanece en la denominación de “gobernador”. Cuando se decretó la república como forma de gobierno en México en la primera constitución política (1824) se eliminó el título de emperador y el resto de las denominaciones aristocráticas, y se estableció el cargo de “presidente”. También se sustituyó el de “alcalde” por “presidente municipal”. Pero se conservó el nombre y cargo de “gobernador”. La estructura republicana mexicana: presidente de la república > gobernador > presidente municipal, claramente tiene un fallo de coherencia. El gobernador de una entidad federativa, desde el nombre, se le están otorgando cualidades no republicanas que hacen muy evidentes las fallas democráticas en la composición del poder al interior del Estado, en nuestro caso el sudcalforniano.

Parecerá ingenuo creer que modificar el título del jefe del poder ejecutivo estatal redundará en una mayor democratización de la vida política local, pero al menos sería una curiosidad notable a nivel nacional: sólo los sudcalifornianos tendríamos un “presidente estatal”. Así podríamos presumir de contar con un “Presidente de los Estados Unidos Mexicanos”, un “Presidente del Estado Libre y Soberano de Baja California Sur” y cinco “Presidentes de los Honorables Ayuntamientos”. En cierta forma sería un acto de demostración de la auténtica soberanía y libertad del pueblo sudcaliforniano.

Pero más notable sería que los sudcalifornianos y sus gobernantes tuvieran así siempre presente el propósito general de la separación de los poderes del Estado y el propósito particular de la concentración del Poder Ejecutivo estatal en una sola persona.

En este sentido podemos ver que el título escogido por los editores del libro proyectado por el Instituto Sudcaliforniano de Cultura es gratamente apropiado. El libro ‘La casa presidencial de El Caimancito’ quizá marque así el inicio de una renovación no sólo física sino simbólica y política para un estado de la nación mexicana que cumplirá cuarenta años de edad el 8 de octubre de 2014.

¿A quién no gustan los cambios que mejoran lo que disfrutamos todos? Nuestra vida política, los espacios públicos, el fondo y la forma.

Finalmente, ante tan relevante misión que tienen los investigadores asignados a la edición del libro, es sencillo prever el buen éxito de sus esfuerzos. Tanto Acosta como Amador han realizado ediciones de libros muy importantes o significativos antes. Basta con mencionar ‘La guía familiar de Baja California (1700-1900)’ —editada recientemente por el Archivo Histórico que lleva el nombre de su autor Pablo L. Martínez— y el primer libro sobre Víctor Bancalari, un muy conocido pero hasta ahora poco leído escritor sudcaliforniano: ambos son iniciativas de Acosta, la primera, y de Amador, la segunda.

Insistimos en expresar nuestra esperanza de ver aparecer múltiples esfuerzos de investigadores particulares y especialistas académicos que secunden la labor de estos comprometidos y capaces servidores públicos del Instituto Sudcaliforniano de Cultura.

sandinogamez@gmail.com

6 de enero de 2012

El palacio de hierro


 Todo ciudadano debe saber quiénes son sus gobernantes. Especialmente los de las ciudades, especialmente los de las capitales. Este conocimiento es obligatorio porque cumple con una promesa hecha hace mucho tiempo por nuestros patres, para que nosotros en el presente viviéramos con algo de tranquilidad, lejos de la guerra y cuidadosos con nuestros hijos. El campo —los habitantes de lo que no es ciudad— ha guardado este compromiso siempre, en la guerra defendiéndonos y en la paz alimentándonos. La ciudad, por supuesto, también devuelve beneficios. El problema es cuando la ciudad declara, por así decirlo, una campaña contra el campo, encareciendo las medicinas, oprimiendo su vida y explotando indecorosamente su trabajo.
Nuestros campesinos distan mucho de ser esclavos pero, para evidenciar el abandono en que los citadinos tendemos a dejarlos, conviene recordar la famosa revuelta de Espartaco en los tiempos de la república de Roma, las rebeliones campesinas en Alemania en el siglo XVI, en Francia, España y México a principios del XIX, y nuestra revolución de 1910. La única relación entre todas ellas se encuentra en que han sido manifestaciones armadas que sucedieron cuando había una gran opulencia en las ciudades y una gran miseria en el campo.
 La revolución mexicana de 1910 es ejemplo que podemos ver más de cerca y que fácilmente mostrará la silueta de lo que indico: en el momento de mayor esplendor de treinta años de paz porfírica, de lujo francés y bienestar material, las fuerzas del subsuelo salieron a la superficie, el pueblo rural derribó la puerta y la fiesta terminó.

Los intelectuales de la época, citadinos y encadenados al orden imperante, hablaron entonces de las fuerzas del subsuelo que subían para apagar las luces de la superficie. Era la barbarie en un nuevo embate contra la civilización. Eran los bárbaros zapatistas que venían a destruir el jardín japonés que cultivaba el brillante poeta José Juan Tablada en su casita de San Ángel. Era el indio ignorante que pensaba que el "mayor estropicio" era uno de sus oficiales. Véanse las letras que acompañan las fotos de Casasola de la toma de la Ciudad de México en 1914 para apreciar en pequeño el gran desprecio que sentía la clase alta y sus siervos de las ciudades sobre quienes vivían en el campo.

Nadie esperaba la gran rebelión. Ocho años antes, el hacendado Francisco I. Madero había predicho que los conflictos de la clase política, de no ser resueltos bajo los principios de la democracia (liberal y burguesa, claro), terminarían por desencadenar el caos, la anarquía. Madero no era profeta preciso, puede verse en La sucesión presidencial de 1910: él se refería al militarismo, no a la irrupción armada de la clase campesina, cansada de sostener sobre su espalda el progreso de la nación.

Por supuesto, hay que tranquilizarse, todas las revueltas campesinas han sido sofocadas tarde o temprano, aniquilando al caudillo o a sus seguidores, o deportando en masa a sus niños y mujeres. Como demostraron los yaquis de Sonora, los mayas de Yucatán y los zapatistas de Morelos, los campesinos no pueden alejarse mucho de sus tierras. Por ello siempre la solución ha sido atacarlos desde la base, destruyendo su estructura como grupo. Con la excepción de Lázaro Cárdenas, todos los gobernantes mexicanos en casi dos siglos han resuelto el problema campesino por la fuerza, sin llegar siquiera a concebir que había otra causa para las rebeliones que una "natural inclinación de los ignorantes por la violencia".

El uso de la fuerza, con la amplitud que puede ofrecer la eficiencia de un Estado, puede detener por años el descontento campesino; pero, como ya se ha visto más de tres veces en el curso de nuestra historia, una vez que se debilita la clase política decae también la correcta administración de la fuerza y empieza a subir la marea.

No es difícil considerar que nuestros días tienen una circunstancia muy diferente de las décadas anteriores, de los treinta años de Porfiriato o todo ese periodo anterior a la Reforma que parece tener poco o nada que ver con el México del presente. Lo cierto es que es el mismo país, las condiciones son similares y la nuestra ha sido una historia ininterrumpida. La diferencia estriba en que hoy el México rural es pequeño en comparación con el pasado. Si antes de 1930 sólo un veinte por cierto de la población vivía en las ciudades, hoy hay una relación casi inversa: un treinta por ciento a lo más radica en el campo. De esta forma cualquiera podría concluir que ya no es posible una rebelión como las sucedidas en la revolución o en la independencia. Los cristeros, la guerrilla de Lucio Cabañas en Guerrero, los zapatistas de Marcos en Chiapas, han sido focos aislados que obedecen a intereses diferentes de los que pueden exigir los campesinos.

Pero esto no es cierto.

La exigencia violenta es verdad que ha sido poco frecuente y todavía más rara la ocasión en que su envergadura ha hecho peligrar el estado de las cosas. Pero ha habido una demanda continua a través del aparato legal, con la protesta pacífica o con la resistencia civil. Los archivos de los gobiernos estatales y nacionales de dos siglos guardan miles de peticiones hechas por los pueblos indios, por comunidades campesinas o por organizaciones agrarias, para que se instaure la justicia o para que se derogue aquella ley que planea la destrucción de su forma de vida.

Hoy el campo mexicano se va despoblando. El Tratado de Libre Comercio y las políticas neoliberales han tenido éxito en su propósito de convertir a los campesinos mexicanos en proletarios oferentes de mano de obra barata en Estados Unidos. Desde De la Madrid, los gobiernos títeres han trabajado a conciencia para destruir la independencia alimentaria de México. Ahora el país no produce lo que consume, tiene que importar una cantidad cada vez mayor de granos básicos, de carnes y de leche. ¿De dónde?, de los campos agrícolas estadunidenses, donde trabajan los mexicanos emigrados. Un círculo perfecto.

Los secretarios de Agricultura de los últimos dos sexenios se han reconocido a sí mismos como agentes comerciales importadores de granos de Estados Unidos a México; han defraudado a la nación pasado por alto el cobro de aranceles establecidos en el TLC para proteger la producción local y han descapitalizado y prácticamente despojado a los pequeños agricultores.
Cualquier país con una clase política mínimamente patriota hubiera visto que todas estas acciones están encaminadas a agregar a la dependencia económica una dependencia alimentaria. Una nación que no puede alimentarse a sí misma se encuentra en el momento último de su existencia como tal, a punto de mendigar o prostituirse para no morir de hambre.
Curiosamente, quienes mendigan y se prostituyen son nuestros gobernantes y sus secretarios de Estado. Para no morir de hambre, para no prostituirse ni mendigar, las mujeres y hombres de campo mexicano trabajan fuera de su país y sostienen con su salario a los que se quedan.
Los hombres y las mujeres de la ciudad deberíamos tener presente estas condiciones no sólo al ir al mercado a comprar víveres o al ver en televisión el fugaz reporte de una manifestación en algún remoto pueblo de Oaxaca. No sólo al despreciar a quien desprecie el trabajo campesino o el perfil indígena de quien trabaja en los campos agrícolas. Es nuestro deber vigilar las acciones de nuestros representantes y funcionarios públicos para que manden obedeciendo y para deponerlos cuando se alejen de los intereses colectivos y se acerquen cada vez más a los privados.
No sucederá, como podría pensarse, que en lo mejor de la fiesta venga una nube de enmachetados a tumbar la puerta. El machete, lo demostraron los campesinos de Texcoco, es sólo un símbolo de la dualidad de la vida del campo: herramienta y defensa contra alimañas.
Si abandonamos el campo mexicano, permitiendo que se encarezcan los alimentos, que los gobernantes hagan negocios con la función pública y se concentre la riqueza en pocas manos, quien terminará la fiesta con un delicado llamado a la puerta serán fusiles extranjeros (o nacionales verde olivo, da lo mismo), sólo para dar aviso a los presentes que vienen a proteger la fiesta de una multitud de desheredados que se acerca.