Sandino Gámez Vázquez
Dicen
que la verdad no se transmite sino se dispone su comprensión en un
arreglo indirecto. Que se acomodan objetos que indican al nuevo (o
neófito) el nombre del dios. Al hablar de la patria sucede algo
similar. Es imposible decir exactamente lo que pienso, pero daré un
rodeo para no llegar al suelo, al menos no tan pronto.
La
patria era el campo en que los romanos antiguos guardaban los restos
de sus familiares, sus patres
o antepasados. Era un
terreno sagrado y nadie que no fuera del clan o gens (esto es, que
fuera un pariente) podía pisarlo. El jefe de familia hacía, en esa
época, de sacerdote de la religión familiar —básicamente un
culto a los ancestros, como entre los chinos— y guardaba con celo
cierto secreto que sólo transmitía a su primogénito.
El
secreto era éste: mientras la patria (el campo sagrado o camposanto)
perteneciera a la familia y se hicieran los ritos apropiados, la
familia seguiría por siempre; porque en realidad los antepasados
eran los del futuro y los del presente eran los antepasados. Por
ello, cuando los romanos eran invadidos por enemigos peleaban con
grande fuerza, porque no peleaban sólo por su presente sino por su
siempre: su religión familiar los hizo invencibles excepto en dos o
tres ocasiones.
Al
acabar la época romana, al empezar la Edad Media en Europa, la
relación había cambiado y la patria no existía en el sentido
sagrado más que para unas cuantas familias, las poseedoras de la
propiedad de la tierra por un difuso derecho llamado derecho divino,
pero que tenía su origen verdadero en un derecho de fuerza. La
nobleza feudal prescribía que el propietario absoluto de la tierra
era el dios (a veces el dios de sus padres, a veces simplemente
Dios), quien tenía un representante para establecer el gobierno
entre los hombres: el rey. Siendo el representante absoluto del
propietario absoluto de la propiedad de la tierra, el rey disponía
para algunos de sus allegados grandes extensiones de ésta, con todo
y mujeres y hombres, para que la defendieran y se sirvieran de ella.
Cuando este hombre, señor feudal, caballero, conde, marqués, duque,
etc., combatía contra un enemigo, lo hacía en defensa de sus
derechos de propiedad, no porque ésta, la propiedad de la tierra,
fuera sagrada; porque todo era sagrado en vista de su posesión
absoluta por el dios. Ni siquiera el panteón familiar recibía
grande atención, porque la religión medieval implicaba una paradoja
entre vida, muerte y fama que se resolvía con la erección de
estatuas en las tumbas de los muertos y la crónica por escrito de su
vida, para su (casi) eterna fama. Para el reposo del alma ya había
un lugar fuera de la tierra (a veces arriba, a veces abajo), como
puede verse en Dante.
La
patria no tuvo sentido nuevamente sino hasta la revolución francesa
y el reinvento por los burgueses de la república. La república
necesitaba a la patria tal como los señores feudales necesitaban la
idea de la fidelidad al dios. Los burgueses declararon que todos los
hombres eran iguales (tardarían más de un siglo en señalar lo
mismo para las mujeres) y por tanto, en el gobierno de los hombres no
podían existir relaciones de subordinación sino por la función
encargada (por todos los hombres) a sus gobernantes. Así pusieron el
nombre de ‘presidente’, esto es ‘el que se sienta primero’,
al que tenía la más alta responsabilidad, bajo la idea de que sólo
tendría este privilegio: que una vez reunidos todos (pues la
república es la cosa pública: los asuntos comunes), estando todos
de pie, él sería el primero en sentarse. Ni siquiera sería el
primero en hablar, para eso habría un ‘vocal’ (y aquí se ve
también la idea de república que tenían los tenochtitlanos, porque
llamaban ‘el que habla primero’ a su gobernante).
Conocedores
de la vieja historia de Europa, los burgueses republicanos del siglo
XVIII, rehuyeron de la paternidad del dios feudal, eclesiástico y
católico, y escogieron la protección de una antigua divinidad
femenina del Mediterráneo o, más bien, decidieron utilizar sus
atributos para simbolizar a la república y la patria. La figura más
emblemática, que reúne en el título de La
Libertad los
atributos de la república y la patria, es la pintada medio siglo
después por Delacroix: una mujer con gorro frigio, los senos al aire
y sosteniendo la bandera de Francia como árbol, que encabeza una
carga del pueblo de Marsella, hasta entonces escondido en una
trinchera. Esta alegoría de la patria dando ánimo al pueblo para su
defensa se propagó igual que una epidemia entre casi todas las
naciones que luchaban por su independencia al principio del siglo XIX
en América. Más que la seriedad masónica, hierática, fálica y
patriarcal de los independentistas estadunidenses; los pueblos
hispanoamericanos siguieron el modelo francés (al inicio, al menos)
y construyeron su símbolo de patria ayudados por la feminidad
genérica de la palabra y el uso natural de la diosa madre de los
habitantes originales de la mayoría de sus países, los indios.
La
patria que poseemos nosotros en nuestro lenguaje (incluso algunos en
su mente y sus corazones), luego de tener su justificación europea,
fue pronto identificada con Guadalupe, antes Tonantzin, que es como
decir, ‘la dueña de los días’ o ‘madrecita’, una divinidad
muy difundida en casi todo lo que hoy es México, excepto en una gran
zona del noroeste. Guadalupe fue el símbolo que sirvió de
unificador entre las élites mestizas y las criollas al decretar la
independencia de México en 1821. Pero su uso guerrero (es decir,
para convocar a los indios a la guerra) fue sustituido con rapidez,
dando paso a una alegorización de su figura similar a la de una
cueva: oscura, profunda e inmoble.
La
patria adquirió su sentido bélico nuevamente sólo hasta que el
país fue invadido por Estados Unidos entre 1846-48 y le fue mutilada
la mitad de su territorio. Su caracterización no fue, sin embargo,
la de una mujer indígena como Tonatzin. Los indios (todavía mayoría
en la población mexicana) ya no fueron llamados a las armas para
defenderla. De hecho no participaron más que forzados por la “leva”
o conscripción obligada. Y también, ¿por qué lo harían? Quienes
debieron (y lo hicieron muchos, es cierto) eran los criollos y los
mestizos. La república era de ellos. Los indios, a decir de Manuel
Payno, eran sólo parte del paisaje, y sólo dejando de ser indios
serían mexicanos, dijo luego Ignacio Manuel Altamirano. Pero se sabe
también que varios pueblos indígenas ofrecieron pelear contra el
invasor estadunidense a cambio de derechos de propiedad sobre sus
tierras y la exención de las alcabalas y otros tributos que les
tenían impuestos. Horrorizados por las consecuencias políticas,
económicas y sociales que provocaría el dar igualdad jurídica a
los indios, la república de los criollos prefirió perder la mitad
del territorio nacional (pero sólo, por supuesto, donde no tenían
grandes intereses económicos).
En
esta época tan cómica y tan trágica, tan irónica, cuando el
salvador de los criollos era Santa Anna, se construyó la primera
simbología de la patria que conocemos en nuestras vidas infantiles,
la del himno nacional: “Ciña, ¡oh patria!, tus sienes de oliva /
de la paz el arcángel divino; / que en el cielo tu eterno destino /
por el dedo de Dios se escribió.”
Así
los criollos mexicanos ajustaron la paradoja de sus derechos de
posesión sobre esta tierra excluyendo de ella por completo y durante
casi un siglo a los indios. El significado de esta estrofa es similar
en sentido e intención a la idea medieval sobre el origen del poder
del rey. A esta nueva nación, llamada mexicana, el dios le confería
la posesión de la tierra a través de un ángel que la coronaba con
una rama sagrada de olivo. Igual que el rey de la época medieval,
ahora la patria devenía en la representante absoluta del dios en la
tierra.
Desde
entonces tenemos una confusión muy difundida entre patria y nación.
Culpa de la rima, quizá, culpa de la idea: no la patria, sino la
nación es la que siempre peligra; no la patria sino la nación es la
que ordena.
Pasaron
setenta años para que esto se aclarara en su fundamento. En 1921,
Ramón López Velarde nos dijo dos veces por dos vías: “nuestro
concepto de la Patria es hoy hacia dentro. Las rectificaciones de la
experiencia, contrayendo a la justa medida la fama de nuestras
glorias sobre españoles, yanquis y franceses, y la celebridad de
nuestro republicanismo, nos han revelado un Patria no histórica ni
política, sino íntima.”
Luego
el poeta nos diría cómo darle un nombre más apropiado: suave
patria, patria suave. Alejándola así de la sangre y la guerra del
poema y la época del santannista Bocanegra. Luego, más cerca de
nosotros, los poetas y pintores la han hecho morena. José Emilio
Pacheco elaboró, cuando más oficial (y borrosa y detestable) se
hacía la idea de patria, su poema “Alta traición”, destinado a
remarcar la idea de patria de López Velarde: a mí qué me importan
las guerras y los héroes, qué me importa la independencia o la
revolución, pero mi vida daría, dice el poeta, por cierta selva y
aquel desierto, una montaña y tres o cuatro ríos. Jorge González
Camarena, casi al mismo tiempo, hizo una alegoría nueva sobre la
patria, que ya estaba en algunos murales de Diego Rivera, pero en
actitud sumisa y perdida: ahora González Camarena la puso de pie y
soberbia: una mujer mestiza vestida de blanco y su moreno rostro como
escudo (como el corazón) de una bandera que sostiene con su mano
izquierda. ¿Luis González?, un historiador o muchos decidieron dar
un nuevo nombre, una versión sintética, más clara y antigua, de
esta suave patria color de la tierra: le dieron el nombre de
‘matria’, y quizá acertaron. Pero la patria sigue siendo la
pública y la política por ser la del habla, todavía (especialmente
en el discurso televisado). La matria aún es un misterio de los
sentimientos originales. Matria, como materia, como madera, es la
construcción primera de la esencia de las cosas.
Patria,
matria. Sólo alejándola de las banderas y los himnos y las
reyertas. Vale sólo sentirla. Leerla o escucharla sólo cuando es
pronunciada por los labios o escrita por los dedos de un verdadero
poeta, como Velarde o Pacheco, o vista por un pintor como Rivera o
González Camarena. De lo contrario va a resultar carente de honor o,
como en el caso de su uso por muchos de nuestros líderes y
gobernantes, va a resultar algo muy cercano a lo que llamaban los
antiguos la blasfemia, con las consecuencias nefastas del caso. En
esto cabe ser radical —como jebusita, jacobino o zapatista— y no
andarse con medias tintas.
El
sentimiento, patria, el pensamiento, matria. O a la inversa: tan
igual. Como para no expresarse sino guardarse como el viejo secreto
de los primeros romanos. Así no sólo la tierra sino los corazones.
Así no sólo el pasado sino el presente.
Así
quizás un futuro.