En este transcurrir de los días hay quien se dedica sólo a sí mismo, otros se dedican a los suyos, pocos se dedican a todos. Estos pocos a veces son llamados maestros, no sólo porque enseñan algo que no se aprendería si no fuera por ellos, algo que hacemos con las manos o la mente, como un oficio o un pensamiento. Se les llama maestro con gusto, no sólo por esto, sino por una enseñanza que se cumple con el devenir de su vida, lo que llaman ética los filósofos y lo que coloquialmente llamamos la obra de los días. ¿Cómo vivir la vida? La enseñanza viene de los maestros.
Armando Manríquez fue uno de ellos. Treinta o más años enseñando a pintar a niños, adolescentes, jóvenes y adultos, y formó generaciones de pintores, sí, pero no sólo. Formó generaciones de humanistas, personas que aprendían a ser humanos. Las suyas eran clases que mostraban el sentido final del arte: el descubrimiento de uno mismo, la comunicación del propio espíritu, la seguridad de mirarse. Como buen maestro, enseñaba esto mediante el oficio. Paciencia y generosidad eran la base de su método.
Todas las técnicas de pintura eran enseñadas por Manríquez a quien se lo pidiera. Hacía tarde a tarde su labor de enseñanza en la Casa de la Cultura del Esterito en La Paz. Por las mañanas pintaba para sí mismo y a veces para exposiciones colectivas, en las que participaba motivando a sus estudiantes de muchos años a hacer lo mismo, enfrentando la crítica del público. Había desarrollado un estilo único e inconfundible en sus obras; todas con una ejecución de la técnica y un valor en sus símbolos que merecen una interpretación amplia y atenta.
¿Cuántas generaciones pasaron por las enseñanzas del maestro Manríquez? ¿Cuántos pintores con él se decidieron a ser profesionales? ¿Cuántos gracias a él han hecho de la pintura ese instante privado en que por obra de la voluntad, la pasión y la necesidad un mundo imaginado se corporiza? Podrían contarse cientos de paceños y sudcalifornianos.
Recuerdo una ocasión hace seis años cuando le mostré mi asombro ante la fidelidad de los autorretratos que sus alumnos hacían con sólo una semana de práctica. “Uno se prepara cada año para mejorar la técnica de enseñanza del año anterior. Yo llevo 22 años tomando cursos de pedagogía”, contestó en un tono que me pareció ajeno a la modestia o al orgullo: era una explicación natural y completa del motivo.
El extraordinario maestro de pintura que dedicó su corazón a todos murió el domingo 21 de marzo de 2010, para sorpresa y tristeza de quienes lo conocimos. Quedamos con esta nostalgia de querer haberle hecho saber nuestro afecto por su persona y por su esfuerzo. Ahora comprobaremos el viejo adagio de que el final de los maestros es también un gran principio. La vida y obra de Armando Manríquez es un excelente cimiento.
Publicado también en Alternativa 73, pp. 94-101, con una exposición de sus pinturas a color.
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