Todo
ciudadano debe saber quiénes son sus gobernantes. Especialmente los
de las ciudades, especialmente los de las capitales. Este
conocimiento es obligatorio porque cumple con una promesa hecha hace
mucho tiempo por nuestros patres, para que nosotros en el presente
viviéramos con algo de tranquilidad, lejos de la guerra y cuidadosos
con nuestros hijos. El campo —los habitantes de lo que no es
ciudad— ha guardado este compromiso siempre, en la guerra
defendiéndonos y en la paz alimentándonos. La ciudad, por supuesto,
también devuelve beneficios. El problema es cuando la ciudad
declara, por así decirlo, una campaña contra el campo, encareciendo
las medicinas, oprimiendo su vida y explotando indecorosamente su
trabajo.
Nuestros
campesinos distan mucho de ser esclavos pero, para evidenciar el
abandono en que los citadinos tendemos a dejarlos, conviene recordar
la famosa revuelta de Espartaco en los tiempos de la república de
Roma, las rebeliones campesinas en Alemania en el siglo XVI, en
Francia, España y México a principios del XIX, y nuestra revolución
de 1910. La única relación entre todas ellas se encuentra en que
han sido manifestaciones armadas que sucedieron cuando había una
gran opulencia en las ciudades y una gran miseria en el campo.
La revolución mexicana de 1910 es ejemplo que podemos
ver más de cerca y que fácilmente mostrará la silueta de lo que
indico: en el momento de mayor esplendor de treinta años de paz
porfírica, de lujo francés y bienestar material, las fuerzas del
subsuelo salieron a la superficie, el pueblo rural derribó la puerta
y la fiesta terminó.
Los
intelectuales de la época, citadinos y encadenados al orden
imperante, hablaron entonces de las fuerzas del subsuelo que subían
para apagar las luces de la superficie. Era la barbarie en un nuevo
embate contra la civilización. Eran los bárbaros zapatistas que
venían a destruir el jardín japonés que cultivaba el brillante
poeta José Juan Tablada en su casita de San Ángel. Era el indio
ignorante que pensaba que el "mayor estropicio" era uno de
sus oficiales. Véanse las letras que acompañan las fotos de
Casasola de la toma de la Ciudad de México en 1914 para apreciar en
pequeño el gran desprecio que sentía la clase alta y sus siervos de
las ciudades sobre quienes vivían en el campo.
Nadie
esperaba la gran rebelión. Ocho años antes, el hacendado Francisco
I. Madero había predicho que los conflictos de la clase política,
de no ser resueltos bajo los principios de la democracia (liberal y
burguesa, claro), terminarían por desencadenar el caos, la anarquía.
Madero no era profeta preciso, puede verse en La
sucesión presidencial de 1910: él se
refería al militarismo, no a la irrupción armada de la clase
campesina, cansada de sostener sobre su espalda el progreso de la
nación.
Por
supuesto, hay que tranquilizarse, todas las revueltas campesinas han
sido sofocadas tarde o temprano, aniquilando al caudillo o a sus
seguidores, o deportando en masa a sus niños y mujeres. Como
demostraron los yaquis de Sonora, los mayas de Yucatán y los
zapatistas de Morelos, los campesinos no pueden alejarse mucho de sus
tierras. Por ello siempre la solución ha sido atacarlos desde la
base, destruyendo su estructura como grupo. Con la excepción de
Lázaro Cárdenas, todos los gobernantes mexicanos en casi dos siglos
han resuelto el problema campesino por la fuerza, sin llegar siquiera
a concebir que había otra causa para las rebeliones que una "natural
inclinación de los ignorantes por la violencia".
El uso
de la fuerza, con la amplitud que puede ofrecer la eficiencia de un
Estado, puede detener por años el descontento campesino; pero, como
ya se ha visto más de tres veces en el curso de nuestra historia,
una vez que se debilita la clase política decae también la correcta
administración de la fuerza y empieza a subir la marea.
No es
difícil considerar que nuestros días tienen una circunstancia muy
diferente de las décadas anteriores, de los treinta años de
Porfiriato o todo ese periodo anterior a la Reforma que parece tener
poco o nada que ver con el México del presente. Lo cierto es que es
el mismo país, las condiciones son similares y la nuestra ha sido
una historia ininterrumpida. La diferencia estriba en que hoy el
México rural es pequeño en comparación con el pasado. Si antes de
1930 sólo un veinte por cierto de la población vivía en las
ciudades, hoy hay una relación casi inversa: un treinta por ciento a
lo más radica en el campo. De esta forma cualquiera podría concluir
que ya no es posible una rebelión como las sucedidas en la
revolución o en la independencia. Los cristeros, la guerrilla de
Lucio Cabañas en Guerrero, los zapatistas de Marcos en Chiapas, han
sido focos aislados que obedecen a intereses diferentes de los que
pueden exigir los campesinos.
Pero
esto no es cierto.
La
exigencia violenta es verdad que ha sido poco frecuente y todavía
más rara la ocasión en que su envergadura ha hecho peligrar el
estado de las cosas. Pero ha habido una demanda continua a través
del aparato legal, con la protesta pacífica o con la resistencia
civil. Los archivos de los gobiernos estatales y nacionales de dos
siglos guardan miles de peticiones hechas por los pueblos indios, por
comunidades campesinas o por organizaciones agrarias, para que se
instaure la justicia o para que se derogue aquella ley que planea la
destrucción de su forma de vida.
Hoy el
campo mexicano se va despoblando. El Tratado de Libre Comercio y las
políticas neoliberales han tenido éxito en su propósito de
convertir a los campesinos mexicanos en proletarios oferentes de mano
de obra barata en Estados Unidos. Desde De la Madrid, los gobiernos
títeres han trabajado a conciencia para destruir la independencia
alimentaria de México. Ahora el país no produce lo que consume,
tiene que importar una cantidad cada vez mayor de granos básicos, de
carnes y de leche. ¿De dónde?, de los campos agrícolas
estadunidenses, donde trabajan los mexicanos emigrados. Un círculo
perfecto.
Los
secretarios de Agricultura de los últimos dos sexenios se han
reconocido a sí mismos como agentes comerciales importadores de
granos de Estados Unidos a México; han defraudado a la nación
pasado por alto el cobro de aranceles establecidos en el TLC para
proteger la producción local y han descapitalizado y prácticamente
despojado a los pequeños agricultores.
Cualquier país con una clase política mínimamente
patriota hubiera visto que todas estas acciones están encaminadas a
agregar a la dependencia económica una dependencia alimentaria. Una
nación que no puede alimentarse a sí misma se encuentra en el
momento último de su existencia como tal, a punto de mendigar o
prostituirse para no morir de hambre.
Curiosamente, quienes mendigan y se prostituyen son
nuestros gobernantes y sus secretarios de Estado. Para no morir de
hambre, para no prostituirse ni mendigar, las mujeres y hombres de
campo mexicano trabajan fuera de su país y sostienen con su salario
a los que se quedan.
Los hombres y las mujeres de la ciudad deberíamos tener
presente estas condiciones no sólo al ir al mercado a comprar
víveres o al ver en televisión el fugaz reporte de una
manifestación en algún remoto pueblo de Oaxaca. No sólo al
despreciar a quien desprecie el trabajo campesino o el perfil
indígena de quien trabaja en los campos agrícolas. Es nuestro deber
vigilar las acciones de nuestros representantes y funcionarios
públicos para que manden obedeciendo y para deponerlos cuando se
alejen de los intereses colectivos y se acerquen cada vez más a los
privados.
No sucederá, como podría pensarse, que en lo mejor de
la fiesta venga una nube de enmachetados a tumbar la puerta. El
machete, lo demostraron los campesinos de Texcoco, es sólo un
símbolo de la dualidad de la vida del campo: herramienta y defensa
contra alimañas.
Si abandonamos el campo mexicano, permitiendo que se
encarezcan los alimentos, que los gobernantes hagan negocios con la
función pública y se concentre la riqueza en pocas manos, quien
terminará la fiesta con un delicado llamado a la puerta serán
fusiles extranjeros (o nacionales verde olivo, da lo mismo), sólo
para dar aviso a los presentes que vienen a proteger la fiesta de una
multitud de desheredados que se acerca.
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