6 de enero de 2012

El palacio de hierro


 Todo ciudadano debe saber quiénes son sus gobernantes. Especialmente los de las ciudades, especialmente los de las capitales. Este conocimiento es obligatorio porque cumple con una promesa hecha hace mucho tiempo por nuestros patres, para que nosotros en el presente viviéramos con algo de tranquilidad, lejos de la guerra y cuidadosos con nuestros hijos. El campo —los habitantes de lo que no es ciudad— ha guardado este compromiso siempre, en la guerra defendiéndonos y en la paz alimentándonos. La ciudad, por supuesto, también devuelve beneficios. El problema es cuando la ciudad declara, por así decirlo, una campaña contra el campo, encareciendo las medicinas, oprimiendo su vida y explotando indecorosamente su trabajo.
Nuestros campesinos distan mucho de ser esclavos pero, para evidenciar el abandono en que los citadinos tendemos a dejarlos, conviene recordar la famosa revuelta de Espartaco en los tiempos de la república de Roma, las rebeliones campesinas en Alemania en el siglo XVI, en Francia, España y México a principios del XIX, y nuestra revolución de 1910. La única relación entre todas ellas se encuentra en que han sido manifestaciones armadas que sucedieron cuando había una gran opulencia en las ciudades y una gran miseria en el campo.
 La revolución mexicana de 1910 es ejemplo que podemos ver más de cerca y que fácilmente mostrará la silueta de lo que indico: en el momento de mayor esplendor de treinta años de paz porfírica, de lujo francés y bienestar material, las fuerzas del subsuelo salieron a la superficie, el pueblo rural derribó la puerta y la fiesta terminó.

Los intelectuales de la época, citadinos y encadenados al orden imperante, hablaron entonces de las fuerzas del subsuelo que subían para apagar las luces de la superficie. Era la barbarie en un nuevo embate contra la civilización. Eran los bárbaros zapatistas que venían a destruir el jardín japonés que cultivaba el brillante poeta José Juan Tablada en su casita de San Ángel. Era el indio ignorante que pensaba que el "mayor estropicio" era uno de sus oficiales. Véanse las letras que acompañan las fotos de Casasola de la toma de la Ciudad de México en 1914 para apreciar en pequeño el gran desprecio que sentía la clase alta y sus siervos de las ciudades sobre quienes vivían en el campo.

Nadie esperaba la gran rebelión. Ocho años antes, el hacendado Francisco I. Madero había predicho que los conflictos de la clase política, de no ser resueltos bajo los principios de la democracia (liberal y burguesa, claro), terminarían por desencadenar el caos, la anarquía. Madero no era profeta preciso, puede verse en La sucesión presidencial de 1910: él se refería al militarismo, no a la irrupción armada de la clase campesina, cansada de sostener sobre su espalda el progreso de la nación.

Por supuesto, hay que tranquilizarse, todas las revueltas campesinas han sido sofocadas tarde o temprano, aniquilando al caudillo o a sus seguidores, o deportando en masa a sus niños y mujeres. Como demostraron los yaquis de Sonora, los mayas de Yucatán y los zapatistas de Morelos, los campesinos no pueden alejarse mucho de sus tierras. Por ello siempre la solución ha sido atacarlos desde la base, destruyendo su estructura como grupo. Con la excepción de Lázaro Cárdenas, todos los gobernantes mexicanos en casi dos siglos han resuelto el problema campesino por la fuerza, sin llegar siquiera a concebir que había otra causa para las rebeliones que una "natural inclinación de los ignorantes por la violencia".

El uso de la fuerza, con la amplitud que puede ofrecer la eficiencia de un Estado, puede detener por años el descontento campesino; pero, como ya se ha visto más de tres veces en el curso de nuestra historia, una vez que se debilita la clase política decae también la correcta administración de la fuerza y empieza a subir la marea.

No es difícil considerar que nuestros días tienen una circunstancia muy diferente de las décadas anteriores, de los treinta años de Porfiriato o todo ese periodo anterior a la Reforma que parece tener poco o nada que ver con el México del presente. Lo cierto es que es el mismo país, las condiciones son similares y la nuestra ha sido una historia ininterrumpida. La diferencia estriba en que hoy el México rural es pequeño en comparación con el pasado. Si antes de 1930 sólo un veinte por cierto de la población vivía en las ciudades, hoy hay una relación casi inversa: un treinta por ciento a lo más radica en el campo. De esta forma cualquiera podría concluir que ya no es posible una rebelión como las sucedidas en la revolución o en la independencia. Los cristeros, la guerrilla de Lucio Cabañas en Guerrero, los zapatistas de Marcos en Chiapas, han sido focos aislados que obedecen a intereses diferentes de los que pueden exigir los campesinos.

Pero esto no es cierto.

La exigencia violenta es verdad que ha sido poco frecuente y todavía más rara la ocasión en que su envergadura ha hecho peligrar el estado de las cosas. Pero ha habido una demanda continua a través del aparato legal, con la protesta pacífica o con la resistencia civil. Los archivos de los gobiernos estatales y nacionales de dos siglos guardan miles de peticiones hechas por los pueblos indios, por comunidades campesinas o por organizaciones agrarias, para que se instaure la justicia o para que se derogue aquella ley que planea la destrucción de su forma de vida.

Hoy el campo mexicano se va despoblando. El Tratado de Libre Comercio y las políticas neoliberales han tenido éxito en su propósito de convertir a los campesinos mexicanos en proletarios oferentes de mano de obra barata en Estados Unidos. Desde De la Madrid, los gobiernos títeres han trabajado a conciencia para destruir la independencia alimentaria de México. Ahora el país no produce lo que consume, tiene que importar una cantidad cada vez mayor de granos básicos, de carnes y de leche. ¿De dónde?, de los campos agrícolas estadunidenses, donde trabajan los mexicanos emigrados. Un círculo perfecto.

Los secretarios de Agricultura de los últimos dos sexenios se han reconocido a sí mismos como agentes comerciales importadores de granos de Estados Unidos a México; han defraudado a la nación pasado por alto el cobro de aranceles establecidos en el TLC para proteger la producción local y han descapitalizado y prácticamente despojado a los pequeños agricultores.
Cualquier país con una clase política mínimamente patriota hubiera visto que todas estas acciones están encaminadas a agregar a la dependencia económica una dependencia alimentaria. Una nación que no puede alimentarse a sí misma se encuentra en el momento último de su existencia como tal, a punto de mendigar o prostituirse para no morir de hambre.
Curiosamente, quienes mendigan y se prostituyen son nuestros gobernantes y sus secretarios de Estado. Para no morir de hambre, para no prostituirse ni mendigar, las mujeres y hombres de campo mexicano trabajan fuera de su país y sostienen con su salario a los que se quedan.
Los hombres y las mujeres de la ciudad deberíamos tener presente estas condiciones no sólo al ir al mercado a comprar víveres o al ver en televisión el fugaz reporte de una manifestación en algún remoto pueblo de Oaxaca. No sólo al despreciar a quien desprecie el trabajo campesino o el perfil indígena de quien trabaja en los campos agrícolas. Es nuestro deber vigilar las acciones de nuestros representantes y funcionarios públicos para que manden obedeciendo y para deponerlos cuando se alejen de los intereses colectivos y se acerquen cada vez más a los privados.
No sucederá, como podría pensarse, que en lo mejor de la fiesta venga una nube de enmachetados a tumbar la puerta. El machete, lo demostraron los campesinos de Texcoco, es sólo un símbolo de la dualidad de la vida del campo: herramienta y defensa contra alimañas.
Si abandonamos el campo mexicano, permitiendo que se encarezcan los alimentos, que los gobernantes hagan negocios con la función pública y se concentre la riqueza en pocas manos, quien terminará la fiesta con un delicado llamado a la puerta serán fusiles extranjeros (o nacionales verde olivo, da lo mismo), sólo para dar aviso a los presentes que vienen a proteger la fiesta de una multitud de desheredados que se acerca.

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