24 de junio de 2008

El político pobre

Es difícil hablar de probidad en la política de estos años. La mayoría piensa que probidad viene de pobre y por lo tanto se razona que un político probo es un pobre político. Siempre se tiene que recordar a Juárez para esto. Recordar que a su muerte, siendo presidente de la república, se encontró una cantidad irrisoria guardada en su monedero, cantidad que no alcanzaba ni para sus funerales y mucho menos para mantener a su familia. Por sus buenos méritos y la naturaleza de la insolvencia del fallecido, el Congreso de la Unión determinó conceder una pensión a su viuda y a sus hijos, para que no se diera el penoso caso de que México tuviera en la miseria a los descendientes de quien le había sido tan incondicional.

El caso de Juárez es insoslayable a la hora de hablar de la probidad porque nunca se volvió a ver un caso similar, al menos en lo que se tiene de memoria. Parece que sus sucesores en la presidencia fueron más previsores y no se diga en quienes llegaron a aspirar el cargo. Hubo muchos otros patriotas, claro, fieles servidores al país, que a pesar de haber sido puestos donde había (como dice el dicho), no guardaron nada para sí. La mayoría murieron en la miseria y han sido enterrados en el olvido.

Por eso hablaré de un pasado más remoto, veinticinco siglos atrás, en la cuna de la cultura occidental, la Atenas de la batalla de Maratón, el arquetipo de la democracia, la ciencia y el arte.

Atenas tuvo un Juárez entre sus gobernantes: un hombre llamado Arístides, que luego de grandes servicios a su patria murió en la miseria y el gobierno tuvo que hacerse cargo de sus hijos y su viuda. En esa época, Atenas, como casi todas las repúblicas de entonces, era gobernada por un poder ejecutivo bicéfalo, una suerte de mellizos, limitados en su poder únicamente por una asamblea que los elegía y deponía según plazos establecidos. Arístides co-gobernaba en compañía de otro hombre célebre (en esa época hubo cantidad de hombres notables, no sólo en Atenas, es más, no sólo en Grecia, sino en el Mediterráneo entero, pero debe tenerse presente que de Atenas es de quien nos ha quedado memoria más fiel por motivos que sería largo resumir). Este compañero de Arístides, vuelvo al tema, se llamaba Temístocles y era hombre tan capaz como él. Entre ambos ampliaron los dominios atenienses a su mayor extensión, defendieron la ciudad de los enemigos y, en cierta forma, prepararon la edad de oro griega, la época de Sócrates y Pericles.

En cuanto a caracteres, usando un símil de los libros sagrados, Arístides a Temístocles era como la mano derecha a la mano izquierda, como el pilar dorado al pilar verde. Arístides era un hombre que buscaba la virtud en el gobierno sobre el ideal estoico griego. Cuando acudía a la guerra —y entonces eso era lo común— comandaba las tropas como gran estratega, era valiente (en esa época el general combatía en la primera línea) y magnánimo con los vencidos, el botín lo repartía generosamente entre los soldados y oficiales, y sólo reservaba la parte del Estado. Nada guardaba para sí. En sus discursos y en la diplomacia buscaba el bien general, aunque disgustaba a la mayoría. Sus ciudadanos, los democráticos atenienses, alentados por los oligarcas, lo condenaron un día por ese carácter a una pena curiosa que exhibe la complejidad de nuestros antepasados culturales de Occidente: decretaron que Arístides debía pasar al ostracismo, esto es, lo inhabilitaron para ejercer cualquier cargo público, para hablar en el foro e incluso para permanecer dentro de las murallas de Atenas.

Estos años el protagonista fue Temístocles, de quien se decía que “era largo de manos, pero sabio”. Gran general, gran orador, verdaderamente era el gemelo de Arístides, pero con una diferencia: Temístocles era el hombre que todos querían ser, “largo de manos, pero sabio”. Aclamado, trajo inmensos botines a Atenas de las repúblicas conquistadas (cuenta Tucídides que cuando los atenienses advirtieron a los habitantes de una pequeña isla del Egeo que debían pagar tributo o serían esclavizados, los isleños —de una isla como son las del Egeo, rocosa y desolada— replicaron que esa petición era injusta, que no era justo que sólo por ser débiles tuvieran que volverse súbditos de los fuertes, los atenienses respondieron que en efecto no era justo —sabían de lo que hablaban, recuérdese que ellos prácticamente inventaron la filosofía—, pero así era el mundo, ellos tenía la fuerza, pagaban o serían invadidos, por ellos o por otros. Como habían de hacer muchos embajadores en esa época, dice Tucídides, al escuchar esto los enviados de la isla lloraron).

Los cargos públicos en Atenas eran extrañamente honorarios, los funcionarios no percibían sueldo, por eso no se veía mal que el general se quedara con algo del botín de los conquistados; los soldados y oficiales, por supuesto, también recogían lo que podían de los despojos. Lo único que reprocharon sus contemporáneos a Temístocles es que fuera “largo de manos”. Pero era sabio.

No hay mucho más que decir. A su muerte, Arístides, hijo de Lisímaco, fue el ejemplo de los filósofos griegos para demostrar que la virtud no era sólo un ideal sino que podía practicarse con honor en la vida pública. Estas son palabras muy grandes en nuestros días. Las palabras se las lleva el viento. A largo plazo, como decía Keynes, todos vamos a morir. Plutarco, el biógrafo de Arístides, sólo usa a Temístocles como su contraste. Todos los demás eran como Temístocles. Nadie volvió a ser como Arístides.

Los políticos que aspiran a gobernarnos siguen un espíritu más cercano a Temístocles, de quien dijo Plutarco: “Y Temístocles, dándose a cultivar amistades, alcanzó un influjo y poder de ningún modo despreciable; así es que a uno que le propuso que el modo de gobernar bien a los atenienses sería el que se mostrase igual e imparcial a todos, le respondió: ‘No querría sentarme en una silla en la que no alcanzaran más de mí los amigos que los extraños.’”

Este es el riesgo que la ley supone puede limitar. Pero la ley la ejecutan los mismos políticos, cuando son parte de los poderes del Estado. En realidad no es la ley quien debe limitarlos.

Son los ciudadanos. El espíritu de Arístides. La vida de Juárez.

¿Para qué acceder al poder? ¿Para hacer dinero? ¿Para qué hacer dinero? ¿Para acceder al poder? “‘No querría sentarme en una silla en la que no alcanzaran más de mí los amigos que los extraños’; pero Arístides, manteniéndose solo, siguió en el gobierno otro camino particular: lo primero, porque ni quería tener condescendencias injustas con sus amigos ni tampoco disgustarlos no haciéndoles favores; lo segundo, porque veía que el poder de los amigos alentaba a muchos para ser injustos, y él entendía que el buen ciudadano no debía poner su confianza sino en hacer y decir cosas justas y honestas.”

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