25 de octubre de 2015

Ser radical es empezar por la raíz

Sandino Gámez Vázquez



Dicen que la verdad no se transmite sino se dispone su comprensión en un arreglo indirecto. Que se acomodan objetos que indican al nuevo (o neófito) el nombre del dios. Al hablar de la patria sucede algo similar. Es imposible decir exactamente lo que pienso, pero daré un rodeo para no llegar al suelo, al menos no tan pronto.

La patria era el campo en que los romanos antiguos guardaban los restos de sus familiares, sus patres o antepasados. Era un terreno sagrado y nadie que no fuera del clan o gens (esto es, que fuera un pariente) podía pisarlo. El jefe de familia hacía, en esa época, de sacerdote de la religión familiar —básicamente un culto a los ancestros, como entre los chinos— y guardaba con celo cierto secreto que sólo transmitía a su primogénito.

El secreto era éste: mientras la patria (el campo sagrado o camposanto) perteneciera a la familia y se hicieran los ritos apropiados, la familia seguiría por siempre; porque en realidad los antepasados eran los del futuro y los del presente eran los antepasados. Por ello, cuando los romanos eran invadidos por enemigos peleaban con grande fuerza, porque no peleaban sólo por su presente sino por su siempre: su religión familiar los hizo invencibles excepto en dos o tres ocasiones.

Al acabar la época romana, al empezar la Edad Media en Europa, la relación había cambiado y la patria no existía en el sentido sagrado más que para unas cuantas familias, las poseedoras de la propiedad de la tierra por un difuso derecho llamado derecho divino, pero que tenía su origen verdadero en un derecho de fuerza. La nobleza feudal prescribía que el propietario absoluto de la tierra era el dios (a veces el dios de sus padres, a veces simplemente Dios), quien tenía un representante para establecer el gobierno entre los hombres: el rey. Siendo el representante absoluto del propietario absoluto de la propiedad de la tierra, el rey disponía para algunos de sus allegados grandes extensiones de ésta, con todo y mujeres y hombres, para que la defendieran y se sirvieran de ella. Cuando este hombre, señor feudal, caballero, conde, marqués, duque, etc., combatía contra un enemigo, lo hacía en defensa de sus derechos de propiedad, no porque ésta, la propiedad de la tierra, fuera sagrada; porque todo era sagrado en vista de su posesión absoluta por el dios. Ni siquiera el panteón familiar recibía grande atención, porque la religión medieval implicaba una paradoja entre vida, muerte y fama que se resolvía con la erección de estatuas en las tumbas de los muertos y la crónica por escrito de su vida, para su (casi) eterna fama. Para el reposo del alma ya había un lugar fuera de la tierra (a veces arriba, a veces abajo), como puede verse en Dante.

La patria no tuvo sentido nuevamente sino hasta la revolución francesa y el reinvento por los burgueses de la república. La república necesitaba a la patria tal como los señores feudales necesitaban la idea de la fidelidad al dios. Los burgueses declararon que todos los hombres eran iguales (tardarían más de un siglo en señalar lo mismo para las mujeres) y por tanto, en el gobierno de los hombres no podían existir relaciones de subordinación sino por la función encargada (por todos los hombres) a sus gobernantes. Así pusieron el nombre de ‘presidente’, esto es ‘el que se sienta primero’, al que tenía la más alta responsabilidad, bajo la idea de que sólo tendría este privilegio: que una vez reunidos todos (pues la república es la cosa pública: los asuntos comunes), estando todos de pie, él sería el primero en sentarse. Ni siquiera sería el primero en hablar, para eso habría un ‘vocal’ (y aquí se ve también la idea de república que tenían los tenochtitlanos, porque llamaban ‘el que habla primero’ a su gobernante).

Conocedores de la vieja historia de Europa, los burgueses republicanos del siglo XVIII, rehuyeron de la paternidad del dios feudal, eclesiástico y católico, y escogieron la protección de una antigua divinidad femenina del Mediterráneo o, más bien, decidieron utilizar sus atributos para simbolizar a la república y la patria. La figura más emblemática, que reúne en el título de La Libertad los atributos de la república y la patria, es la pintada medio siglo después por Delacroix: una mujer con gorro frigio, los senos al aire y sosteniendo la bandera de Francia como árbol, que encabeza una carga del pueblo de Marsella, hasta entonces escondido en una trinchera. Esta alegoría de la patria dando ánimo al pueblo para su defensa se propagó igual que una epidemia entre casi todas las naciones que luchaban por su independencia al principio del siglo XIX en América. Más que la seriedad masónica, hierática, fálica y patriarcal de los independentistas estadunidenses; los pueblos hispanoamericanos siguieron el modelo francés (al inicio, al menos) y construyeron su símbolo de patria ayudados por la feminidad genérica de la palabra y el uso natural de la diosa madre de los habitantes originales de la mayoría de sus países, los indios.

La patria que poseemos nosotros en nuestro lenguaje (incluso algunos en su mente y sus corazones), luego de tener su justificación europea, fue pronto identificada con Guadalupe, antes Tonantzin, que es como decir, ‘la dueña de los días’ o ‘madrecita’, una divinidad muy difundida en casi todo lo que hoy es México, excepto en una gran zona del noroeste. Guadalupe fue el símbolo que sirvió de unificador entre las élites mestizas y las criollas al decretar la independencia de México en 1821. Pero su uso guerrero (es decir, para convocar a los indios a la guerra) fue sustituido con rapidez, dando paso a una alegorización de su figura similar a la de una cueva: oscura, profunda e inmoble.

La patria adquirió su sentido bélico nuevamente sólo hasta que el país fue invadido por Estados Unidos entre 1846-48 y le fue mutilada la mitad de su territorio. Su caracterización no fue, sin embargo, la de una mujer indígena como Tonatzin. Los indios (todavía mayoría en la población mexicana) ya no fueron llamados a las armas para defenderla. De hecho no participaron más que forzados por la “leva” o conscripción obligada. Y también, ¿por qué lo harían? Quienes debieron (y lo hicieron muchos, es cierto) eran los criollos y los mestizos. La república era de ellos. Los indios, a decir de Manuel Payno, eran sólo parte del paisaje, y sólo dejando de ser indios serían mexicanos, dijo luego Ignacio Manuel Altamirano. Pero se sabe también que varios pueblos indígenas ofrecieron pelear contra el invasor estadunidense a cambio de derechos de propiedad sobre sus tierras y la exención de las alcabalas y otros tributos que les tenían impuestos. Horrorizados por las consecuencias políticas, económicas y sociales que provocaría el dar igualdad jurídica a los indios, la república de los criollos prefirió perder la mitad del territorio nacional (pero sólo, por supuesto, donde no tenían grandes intereses económicos).

En esta época tan cómica y tan trágica, tan irónica, cuando el salvador de los criollos era Santa Anna, se construyó la primera simbología de la patria que conocemos en nuestras vidas infantiles, la del himno nacional: “Ciña, ¡oh patria!, tus sienes de oliva / de la paz el arcángel divino; / que en el cielo tu eterno destino / por el dedo de Dios se escribió.”

Así los criollos mexicanos ajustaron la paradoja de sus derechos de posesión sobre esta tierra excluyendo de ella por completo y durante casi un siglo a los indios. El significado de esta estrofa es similar en sentido e intención a la idea medieval sobre el origen del poder del rey. A esta nueva nación, llamada mexicana, el dios le confería la posesión de la tierra a través de un ángel que la coronaba con una rama sagrada de olivo. Igual que el rey de la época medieval, ahora la patria devenía en la representante absoluta del dios en la tierra.

Desde entonces tenemos una confusión muy difundida entre patria y nación. Culpa de la rima, quizá, culpa de la idea: no la patria, sino la nación es la que siempre peligra; no la patria sino la nación es la que ordena.

Pasaron setenta años para que esto se aclarara en su fundamento. En 1921, Ramón López Velarde nos dijo dos veces por dos vías: “nuestro concepto de la Patria es hoy hacia dentro. Las rectificaciones de la experiencia, contrayendo a la justa medida la fama de nuestras glorias sobre españoles, yanquis y franceses, y la celebridad de nuestro republicanismo, nos han revelado un Patria no histórica ni política, sino íntima.”

Luego el poeta nos diría cómo darle un nombre más apropiado: suave patria, patria suave. Alejándola así de la sangre y la guerra del poema y la época del santannista Bocanegra. Luego, más cerca de nosotros, los poetas y pintores la han hecho morena. José Emilio Pacheco elaboró, cuando más oficial (y borrosa y detestable) se hacía la idea de patria, su poema “Alta traición”, destinado a remarcar la idea de patria de López Velarde: a mí qué me importan las guerras y los héroes, qué me importa la independencia o la revolución, pero mi vida daría, dice el poeta, por cierta selva y aquel desierto, una montaña y tres o cuatro ríos. Jorge González Camarena, casi al mismo tiempo, hizo una alegoría nueva sobre la patria, que ya estaba en algunos murales de Diego Rivera, pero en actitud sumisa y perdida: ahora González Camarena la puso de pie y soberbia: una mujer mestiza vestida de blanco y su moreno rostro como escudo (como el corazón) de una bandera que sostiene con su mano izquierda. ¿Luis González?, un historiador o muchos decidieron dar un nuevo nombre, una versión sintética, más clara y antigua, de esta suave patria color de la tierra: le dieron el nombre de ‘matria’, y quizá acertaron. Pero la patria sigue siendo la pública y la política por ser la del habla, todavía (especialmente en el discurso televisado). La matria aún es un misterio de los sentimientos originales. Matria, como materia, como madera, es la construcción primera de la esencia de las cosas.

Patria, matria. Sólo alejándola de las banderas y los himnos y las reyertas. Vale sólo sentirla. Leerla o escucharla sólo cuando es pronunciada por los labios o escrita por los dedos de un verdadero poeta, como Velarde o Pacheco, o vista por un pintor como Rivera o González Camarena. De lo contrario va a resultar carente de honor o, como en el caso de su uso por muchos de nuestros líderes y gobernantes, va a resultar algo muy cercano a lo que llamaban los antiguos la blasfemia, con las consecuencias nefastas del caso. En esto cabe ser radical —como jebusita, jacobino o zapatista— y no andarse con medias tintas.

El sentimiento, patria, el pensamiento, matria. O a la inversa: tan igual. Como para no expresarse sino guardarse como el viejo secreto de los primeros romanos. Así no sólo la tierra sino los corazones. Así no sólo el pasado sino el presente.

Así quizás un futuro.

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